miércoles, 17 de febrero de 2010

¿Dios Ama al Diablo?


LEE ATENTAMENTE. UN SALUDO.
La caída de Satanás y el dolor de Dios

Dios, si es amor, ha de ser, también, necesariamente, dolor. Si el amor es una comunión perfecta entre el amado y la amante, de ello se sigue que cualquier pena y desventura del amado entenebrece e intoxica el alma del amante. Si ama a sus criaturas como un padre ama a sus hijos, indeciblemente más que lo que un padre terrestre ama a los hijos de su sangre, Dios tiene que sufrir y seguramente sufre por la desdicha de los seres a quienes su potencia sacó de la nada. Y si en Dios, por naturaleza, todo es infinito, podemos pensar que su dolor es infinito como infinito su amor.

Nosotros no pensamos lo suficiente en ese infinito dolor de Dios. No tenemos ninguna piedad por ese tormento de Dios. La mayoría de quienes reconocen ser sus hijos no se preocupan por comprender y consolar la desmesurada aflicción de Dios. Pedimos al Padre dones, intervenciones, perdones, pero nadie participa en la perenne angustia de Dios con la ternura de un afecto filial consciente.
Hubo santos, y acaso todavía los haya, que quisieron sentir, acoger, repetir en ellos mismos las atroces torturas de la visible Pasión de Jerusalén. Pero el dolor de Cristo sólo fue un instante, aunque esencial y supremo, en el dolor de Dios. Fue, si en tema tan sublime y sagrado es lícito emplear una expresión harto profana, la “fase espectacular” del divino dolor. Se manifestó en un punto de la tierra, en formas terriblemente humanas, y ha herido, conmovido y sacudido a la demasiado humana fantasía de sus amantes. Pero la Pasión de Cristo no fue sino la Epifanía física, circunscrita en el tiempo y en el espacio, de una Pasión anterior y posterior a la Cruz.
La Cruz no es sino el símbolo finito y tangible de una crucifixión que la precede y la sigue. “Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo” ha escrito un hombre (Pascal) que penetró en el sentido trágico del cristianismo mucho más que los redactores de digestos dogmáticos. Pero hubiera podido agregar que Dios estuvo en agonía desde los primeros tiempos del mundo. Desde el principio, la vida del Creador ha sido Pasión, es decir, un “padecer”, un sufrimiento, un eterno espasmo y dolor. Quien no ama a Dios en su dolor, no merece su amor.

El gran Órigenes escribió admirablemente:
“El salvador descendió a la tierra por piedad por el género humano. Ha soportado nuestras pasiones antes de sufrir la Cruz, aún antes de haberse dignado tomar nuestra carne. En efecto, si no las hubiese soportado antes, no habría venido a participar en nuestra vida humana. Pero ¿qué Pasión es esta que Él ha soportado por nosotros…?
Es la pasión del amor. Pero ¿no es cierto que el mismo Padre, Dios del universo, Él, que está lleno de longanimidad, de misericordia y de piedad, también de alguna manera sufre? ¿O es que ignoras que cuando se ocupa de las cosas humanas sufre una pasión humana? ´Porque el Señor tu dios ha tomado sobre Sí su vida, como quien toma sobre sí a su hijo´ (Deuteronomio, I, 31) Dios, pues, toma sobre Sí nuestra vida, como el Hijo de Dios toma nuestras pasiones. Ni siquiera el Padre es impasible. Si se le ruega, tiene piedad y compasión. Sufre una pasión de amor” (Órigenes, homilía sobre Ezequiel, VI, 6.)

La vida de Dios, como la del hombre, es, pues, tragedia. La creación que surgió por su amorosa voluntad de hacer que los otros seres participasen en la dicha de su perfección, fue causa y medio de perdición. Él quería levantar, alzar, elevar las criaturas hasta la cumbre donde el no-ser puede alcanzar al ser; y tuvo que presenciar los abandonos, las rebeliones, las deserciones, las caídas.
Había creado un ángel más perfecto que los otros, más próximo y más semejante a Él que todos los demás, y ese ángel cayó. Había creado, en el jardín de la tierra, un ser milagroso, modelado por sus manos, animado por su soplo, dotado de conciencia y de ciencia; y también el hombre cayó. La más divina de las criaturas celestes se levantó contra Dios; la más divina de las criaturas terrestres desobedeció a Dios. Ni a la una ni la otra había podido negarles el privilegio de la libertad, sello de la deseada semejanza entre el artífice y sus obras maestras; pero una y otra criatura usaron su libertad para estropear aquella semejanza y renegar de ella. LA perfección da origen al pecado; la dicha tiene como consecuencia la condena; la luz recibe como respuesta la ofensa de las tinieblas. Pensándolo bien ¿Hubo jamás en el universo ni en el infinito una tragedia más espantosamente trágica que esta dialéctica de la libertad?

Todos hallaron que la condena de Satanás fue sumamente justa. Pero ¿ha habido hasta hoy alguien que haya pensado y sentido que al mismo tiempo esa condena condenó a Dios al dolor? El castigo de Lucifer se convirtió en seguida, bajo otra forma, en castigo de Dios.
Ni siquiera Dios puede sustraerse a una ley que Él mismo hizo inmanente en toda justicia: ningún juez puede aplicar una pena sin cargar sobre sí mismo otra, equivalente a la impuesta por su sentencia. El justo es totalmente justo sólo cuando acepta pagar, también él, por el culpable.
Lucifer fue condenado con justicia a la más atroz de las penas: La de no poder amar. Dios es condenado a una pena casi de la misma crueldad: ama sin que se lo ame, sufre pensando en aquella tortura que Él quiso.
Si tenéis algún asomo de imaginación, si tenéis un embrión de corazón, tratad de entender, de penetrar, de adivinar la desgarrante premisa de esa “divina tragedia”.

Quien no accede a realizar tal esfuerzo e insiste en figurarse a Dios como un óptimo y plácido Anciano dedicado a la distribución de elixires y de premios a sus servidores, no ha llegado ni siquiera al peristilo del Cristianismo.
Pensad en esto: en razón de su justicia, Dios puede condenar, pero no puede odiar. Si por esencia es el Ser, no puede alimentar esa sed de aniquilación que es el odio. Si por esencia es Amor, íntegramente amor, en Él no puede subsistir lo opuesto del amor, esa negación del amor que es el odio. Ha condenado, necesariamente, a Lucifer, pero no puede odiarlo ni podrá jamás odiarlo. Lo ha precipitado al abismo, pero por encima de ese abismo de horror hay otro aún más profundo, que es el abismo de su amor. Amaba a Lucifer más que a los demás ángeles, porque Lucifer era el más alto, es decir el más semejante a Él. Y cuanto más fuerte y pleno era su primitivo amor por Lucifer, tanto más fuerte y plena ha de ser su misericordiosa ansiedad por la caída.

Lo amaba inmensamente, antes de la rebelión, cuando Lucifer era feliz entre los felices; ¿no habrá de amarlo aún más, ahora que ha llegado a ser el más desesperadamente infeliz de los infelices? El castigo de Lucifer es el más horrendo que una mente divina o humana pueda concebir: ya no ama; ya no es capaz de amar; está hundido y encajado en la oscuridad sin término de la ausencia y del odio. Ninguna condena puede compararse con la condena que oprime a Satanás. El es en verdad “el más infeliz” en un sentido que trasciende pavorosamente el sentido en que Kierkegaard entendió la expresión. En la tierra no hay ningún malhechor desgraciado hasta el punto de que le sea imposible, siquiera por un instante, un impulso afectivo, un vago fulgor de esperanza. A Lucifer le está negado hasta el mezquino alivio de esos tragaluces. Dios lo sabe; pero Dios no puede menos que sufrir por esa infelicidad que es tan absoluta como su misericordia.

Hasta en el hombre, el amor, en sus impulsos más sublimes, tiende a amar a quien sufre, aun cuando éste sufra por su propia culpa. ¿Qué sucederá pues en el gran corazón de Dios, en Aquel que es fuente primera y suma de toda compasión y de toda piedad?¿Quizás ame ahora a Lucifer más que cuando el ángel predilecto refulgía en el Empíreo a Su lado. Pero el amor que se le tiene a un infeliz, al más desesperado de los desesperados, es necesariamente un doloroso amor, un amor que gime y se angustia. Dios, que todo lo sabe y nada olvida, no puede sino sufrir infinitamente por la suerte de aquella criatura maravillosa a la que en los más amplios límites de lo finito concedió todos sus dones y en la cual vio reflejada, más que en las otras, su grandeza y su dicha. Lo había amado como sólo Dios puede amar; ¿y no tenía que experimentar un dolor inenarrable cuando vio que Lucifer se erguía contra Él?

¿Y no ha de sentir todavía una torturante nostalgia por aquella luz a la que tanto amó y que ahora se ha extinguido?; ¿no ha de sufrir indeciblemente al pensar que la criatura colocada por Él en lo más alto está ahora caída y confinada, por debajo de toda bajeza concebible?
Sigue amándolo, pero Su amor es tanto más doloroso cuanto que Él sabe, con certeza, que Lucifer no puede corresponder a ese amor, precisamente porque la condena consiste en esa absoluta privación e incapacidad de amar. Ni siquiera Su infinita piedad puede superar esa desolada incapacidad de afecto. Dios ama sabiendo que no es correspondido, que no puede ser correspondido. Dios sufre infinitamente, porque ama infinitamente a aquel que está condenado a no amar.
Él no puede devolverlo, por sí solo, a la anterior y altísima condición; no puede salvarlo sin la voluntaria cooperación de otra criatura. Y Lucifer tampoco puede redimirse solo.

Le bastaría un único y puro impulso de amor para levantar nuevamente el vuelo desde el abismo de ínfimo hasta el abismo de lo supremo, para reaparecer, fulgurante de fulgor, ala cabeza de los Tronos y de las Dominaciones. Pero su condena consiste precisamente en ser incapaz de ese impulso. Es necesario que alguien le tienda la mano y reencienda su espíritu; y ese alguien no puede ser Dios. Pero ese “alguien”, que en lenguaje humano se llama hombre, no sabe, no recuerda, no quiere. Tenía que ser el salvador de Satanás y se ha convertido, en cambio, en su siervo, es decir, en el más profundo fondo de la Ausencia.
Una de las razones que indujeron a Dios a crear al hombre, después de la caída de Lucifer, tal vez haya sido la esperanza de la redención de Satanás. El hombre, hecho de barro, pero de naturaleza casi angélica, hubiera debido ser el intermediario entre Dio y el gran Ángel Negro.

Satanás, se hubiera acercado a la nueva criatura para hacer de ella el instrumento de su rencor contra el Padre, y el hombre hubiera podido hacer lo que Dios no podía hacer: hubiera podido, a su vez, tentarlo; conducirlo de vuelta a su primera destinación, con el ejemplo de su inocencia, de su obediencia, de su humildad. Adán hubiera debido ser el cebo para que Satanás regresase a la gloria. Ésta fue la esperanza de Aquel que es amor universal y sin confines; esperanza inmediatamente defraudada y traicionada.
Adán prefirió obedecer a Satanás y desobedecer a Dios; el intermediario se convirtió en esclavo, cómplice y víctima. Con su caída, el hombre no sólo se precipitó en la Desemejanza, sino que perpetuó al mismo tiempo la condena del Rebelde. Al dar fe a la palabra del Tentador, Adán tergiversó el amoroso propósito de Dios. El exiliado expulsado prolongo el exilio del Fulminado.


Esa traición, que permite explicar mejor la dureza de las sanciones del pecado original, fue la causa primera del segundo gran dolor de Dios. Dios había creado un ser destinado a la felicidad y tuvo que condenarlo a la infelicidad. Había sacado de la tierra una criatura bellísima y tuvo que verla desfigurada por el remordimiento, por la culpa, por el sufrimiento del trabajo. Había creado un ser iluminado totalmente por la luz de la sabiduría y tuvo que verlo a tientas en la calígine del error, en la noche de la ceguera. Había creado una criatura libre y tuvo que verla terminar – mono bajo el yugo- en manos del demonio. La había criado para la vida y tuvo que presenciar la imitación sin término del primer fratricidio. Dios creó al hombre por amor, y aun hoy, no obstante todo eso, a pesar de todo eso, ama a los hombres. Pero precisamente ese su obtinado amor por los hombres es la fuente de su segunda condena a dolor.

¿Cómo podría no sufrir al contemplar a cada instante la miseranda infelicidad de sus hijos? En su amor al hombre, llegó al punto de hacer por él lo que no ha hecho ni puede hacer por Lucifer: Él mismo se hizo hombre para rescatar a los hombres. Pero tampoco bastó ese inefable e inaudito sacrificio. Pocos hombres aceptaron de todo corazón los frutos bermejos del nuevo árbol. El holocausto de la Redención solo fue aceptado por una minoría, y aun ésta lo acepto casi siempre como formula de un credo más que como sustancia activa de una vida transformada. Aun después de la Crucifixión, los hombres siguieron traicionando, sufriendo, olvidando, matando, pudriéndose como antes.
Después de Su Pasión en la tierra, Dios siguió padeciendo Su eterna, infinita, divina pasión. Ama a los hombres y esta obligado a ver que esos hijos a los que siempre amo se engañan, se ensucian, se asesinan, se odian, se rebelan, gruñen, sollozan, lloran, se desesperan.


La infelicidad del hombre reverbera, multiplicada por la misericordia paterna, la infelicidad de Dios.
Él, que todo lo sabe, sufre por quienes sufren al no conocerlo, al no seguirlo, al no obedecerlo, al no amarlo. Sufre atrozmente viendo como los mismos que lo invocan con los labios reniegan de Él con el alma y con la vida. Sufre indeciblemente cuando advierte que los mismos que se jactan de servirlo y de interpretarlo no son sino pozos de aguas muertas en vez de ser fuentes borbotantes, no son sino roncos ecos de Su palabra en vez de ser chispas de Su fuego. Sufre por todas las ruinas, por todas las miserias, por todas las imbecilidades y ferocidades de sus “hijos pródigos”, de sus fieles infieles, de sus deicidas suicidas. Sufre, en fin, al comprobar que toda Su sangre no ha conseguido impedir que la tierra siga empapada, ensopada, embebida de sangre de hermanos.
He ahí la doble raíz del dolor de Dios, del infinito dolor de Dios.

Los cielos narran Su gloria, pero el universo espiritual narra Su desventura. Se parece a un artífice que viese deshacerse o deteriorarse sus obras más admirables, las más gratas de su espíritu. El celestial gigante se ha hundido; el emperador terrestre se ha herido y envilecido. Diríase que la predilección divina es un anticipo de consuelo ante las inminentes caídas. Parecería que su amor produce los mismos efectos que el rayo. Las torres que Él levanto por encima del cielo y de la tierra son las primeras en desplomarse. La supremacía se convierte en la fatalidad de una maldición.
Lucifer nada puede para aliviar el dolor divino: su misma es a la vez la absolución de su pavorosa aridez. Pero el hombre aun puede hacer algo por ese su Dios que padeció y padece por el. A pesar de la hegemonía cainita, en los hombres no ha quedado suprimida toda capacidad de caritas.

Nosotros podemos amar a Dios no solo por Su amor, sino también compadecidos por Su Pasión, apiadados de Su tortura sobrenatural. Pero podemos hacer aun más, inauditamente más, con tal de que sepamos como hacerlo y queramos hacerlo. A los redimidos toca, cuando estén realmente redimidos todos, iniciar una segunda y por ahora inimaginable redención. El dolor de Dios es el último misterio de nuestra Fe, pero acaso su solución, aunque remota, nos haya sido confiada a nosotros, únicamente a nosotros.

EL Diablo. Giovanni Papini.
Cap. IV - La caída de Satanás y el dolor de Dios.

A mi parecer el capítulo más interesante de esta gran obra de Papini. Gracias por leer. Edmundo.

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